domingo, 4 de noviembre de 2012

Tiempo ajeno


Se llamaba Raúl Fernández, tendría unos 19 años, lo recordé ayer entre los tragos de una cerveza y los primeros presagios de la noche.

Raúl, aquel amigo que se perdió en los años, como las gotas de agua en los ríos. Lo recuerdo vestido de negro, con la mirada oscura y perdida, interrogante, apartado siempre de los demás, viviendo en el mundo de los introvertidos.

Tuve la fortuna un día, después de salir de clases, de intercalar palabras en una plática y chocar las copas de unos tragos, con su persona, en el billar Pool & Beer. Desde entonces por esos días me hice amigo de sus pocas palabras y su actitud monástica. Ayer estuve melancólico, a lo mejor por eso me acorde de él.

Eran en los días en que yo soñaba con ser fotógrafo, sueño que no he dejado de perseguir; fue en el Colegio Americano de Fotografía  donde lo conocí. Él ya no era un principiante como los demás.

Recuerdo el día en que tuvo el detalle de invitarme a su casa, como olvidarlo. Era una casa del primer cuadro, de techos altos y atelarañados, puertas de madera deformadas por los años, con cristales biselados, macetones en el recibidor; de esos macetones grandes decorados con restos de loza y pedazos de espejo, barandales de forjados rudos, rechinantes; las luces de la casa eran de esos focos somnolientos que apenas iluminaban el centro y dejaban en la oscuridad los rincones; los tapetes de los cuartos estaban hechos de fibras de polvo más que de otra cosa. Cuartos como laberintos, distribuidos caprichosamente como todas las casas del siglo pasado. El tiempo que estuve ahí, no dejó de oler a alcohol alcanforado. Él vivía en la calle de González Obregón, con su madre anciana. Era el caso de vivir para la madre los días que le quedaran en este mundo, era una viejita rancia, de palabras rancias, de regaños rancios, despreocupada, sin importarle la visita. Él dejaba que la madre lo reprendiera por la hora de llegar, como niño educado en la tradición antigua.

Pero en la sala de aquella casa seguían los cuadros con los ojos vigilantes e inquisidores de sus familiares, cuadros viejos. Los muebles de la casa, parecían haber sido los mismos de siempre, la duela del piso rechinaba detrás de los pasos delatando cualquier movimiento.

Eran nuestros tiempos del “rocanrol”, de los pósters en la pared, imaginándonos el Festival de Avándaro. Dejamos que en la plática se nos hiciera de noche. Al dejar aquella casa me dio la sensación de regresar al pasado.

Desde aquél entonces recuerdo su melancolía, llevándole a su madre alcohol para los fomentos y ese olor a viejo.

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