Se llamaba Raúl Fernández, tendría unos 19
años, lo recordé ayer entre los tragos de una cerveza y los primeros presagios
de la noche.
Raúl, aquel amigo que se perdió en los
años, como las gotas de agua en los ríos. Lo recuerdo vestido de negro, con la
mirada oscura y perdida, interrogante, apartado siempre de los demás, viviendo
en el mundo de los introvertidos.
Tuve la fortuna un día, después de salir de
clases, de intercalar palabras en una plática y chocar las copas de unos
tragos, con su persona, en el billar Pool
& Beer. Desde entonces por esos días me hice amigo de sus pocas palabras y
su actitud monástica. Ayer estuve melancólico, a lo mejor por eso me acorde de
él.
Eran en los días
en que yo soñaba con ser fotógrafo, sueño que no he dejado de perseguir; fue en
el Colegio Americano de Fotografía donde lo conocí. Él ya no era un
principiante como los demás.
Recuerdo el día
en que tuvo el detalle de invitarme a su casa, como olvidarlo. Era una casa del
primer cuadro, de techos altos y atelarañados, puertas de madera deformadas por
los años, con cristales biselados, macetones en el recibidor; de esos macetones
grandes decorados con restos de loza y pedazos de espejo, barandales de
forjados rudos, rechinantes; las luces de la casa eran de esos focos
somnolientos que apenas iluminaban el centro y dejaban en la oscuridad los
rincones; los tapetes de los cuartos estaban hechos de fibras de polvo más que
de otra cosa. Cuartos como laberintos, distribuidos caprichosamente como todas
las casas del siglo pasado. El tiempo que estuve ahí, no dejó de oler a alcohol
alcanforado. Él vivía en la calle de González Obregón, con su madre anciana.
Era el caso de vivir para la madre los días que le quedaran en este mundo, era
una viejita rancia, de palabras rancias, de regaños rancios, despreocupada, sin
importarle la visita. Él dejaba que la madre lo reprendiera por la hora de
llegar, como niño educado en la tradición antigua.
Pero en la sala
de aquella casa seguían los cuadros con los ojos vigilantes e inquisidores de
sus familiares, cuadros viejos. Los muebles de la casa, parecían haber sido los
mismos de siempre, la duela del piso rechinaba detrás de los pasos delatando
cualquier movimiento.
Eran nuestros
tiempos del “rocanrol”, de los pósters en la pared, imaginándonos el Festival
de Avándaro. Dejamos que en la plática se nos hiciera de noche. Al dejar
aquella casa me dio la sensación de regresar al pasado.
Desde aquél
entonces recuerdo su melancolía, llevándole a su madre alcohol para los
fomentos y ese olor a viejo.
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